La Escultura de Jorge Marín
La figura humana es quizá la gran “constante” en la ecuación de la historia del arte; a veces, aparece tan solo como un factor, otras se repite y su suma revela el resultado; hoy en día, pareciera que es más bien la incógnita que tenemos que descifrar. No importa cómo, pero a lo largo de la historia de la humanidad su representación concreta o simbólica siempre ha estado presente.
Seguramente esto puede parecer una banalidad, pero cuando las tendencias instauradas por el mainstream tienden a desfigurar al individuo a favor de la idea que lo representa, llegando al punto de confundirse los límites de la sociología y el arte, puede ser oportuno recordar que el cuerpo es el continente del ente social.
Las posiciones para acercarse a la figura humana son muy diversas y frecuentemente inmorales, lo cual implica que el espectador, como sujeto, tome una posición propia haciendo uso del libre albedrío y, demuestre así, su condición misma de humano.
A partir de la instauración del expresionismo abstracto de la escuela de Nueva York, después del fin de la segunda guerra mundial, hemos atestiguado la batalla más cruenta por el aniquilamiento de los lenguajes narrativos representativos, llegando al punto de creerse que efectivamente el arte podría alcanzar la sublimación y desaparecer por completo la forma reconocible, cualquiera que ésta fuera.
No obstante, el gesto prevaleció y, aunque velada, la referencia al creador y a su materialidad corpórea se mantuvo.
Para fortuna de todos, la nueva historia del arte ha logra- do liberarse de esas preocupaciones modernistas lineales, de sentido “evolucionista”, que pretendían alcanzar un objetivo último como fin, dando paso a la visión simultánea que más que descalificar, procura exentarse de la periodización clasificatoria de movimientos y estilos, en busca de alternativas que vinculen incluso los opuestos, encontrando linajes o genealogías pero respetando diferencias y propuestas.
Con el advenimiento de esta actitud, encontramos el surgimien-to de lenguajes narrativos y figurativos que reubican al hombre como centro de la historia. En México, el postmodernismo generó nuevas reflexiones, no solo sobre el ser humano sino sobre la condición de éste concebida ya más como una serie de clichés en los que los asuntos sociales, en lo colectivo; y de género, en lo individual eran motivo de crítica y comentario.
Desde una postura usualmente irónica, los neomexicanistas Javier de la Garza, Oliverio Hinojosa, Dulce María Núñez, por citar algunos, comentaban sobre el nacionalismo “institucionalizado” y sus símbolos —el macho, la Virgen de Guadalupe o el escudo nacional— en tanto que otros, como Roberto Cortazar, Rocío Maldonado, Javier Marín y Carla Rippey, tocaban con absoluta libertad la condición del ser contemporáneo urbano o de tradición clasicista comprobando así, la ampliación del espectro creativo.
La figura de Jorge Marín surge en este efervescente campo de cultivo, tomando un camino propio que converge y se toca con el de sus coetáneos y de sus predecesores, pero que siempre se mantiene en una esfera particular, en la que la búsqueda de la belleza no teme ser criticada por inusual o arcaizante, tanto como el espíritu lúdico se permite desplazarse en el péndulo que va de lo apolíneo a lo dionisiaco, sin miedo al comentario descarnado.
Podemos afirmar que el escultor es un ecléctico postmoder- no que abreva tanto de la historia del arte como del imaginario colectivo generado por ella.
Desde el inicio de su carrera, Jorge Marín ha producido imágenes tan diversas como técnicas ha empleado, lo cual se explica a partir de su formación de restaurador de obras de arte.
Por una parte, esta primera formación acercó al artista al estudio del “hacer” de la obra de arte, trabajando con frecuencia con escultura de los siglos XVI al XVIII y, descubriendo los secretos de la talla en madera estofada o de la realización de imágenes con pasta de caña, por ejemplificar algunas técnicas que habrán de repercutir en su propia producción.
Si bien esto resulta importante en su formación, puedo considerar que su conocimiento visual de la historia del arte es por mucho, más importante.
Jorge Marín es un constructor de imágenes y prueba fiel de la máxima de que el arte proviene del arte; de modo alguno pretendo afirmar que no se trata de un arte derivativo o de copias de modelos preexistentes, sino que constato la gran habilidad manifiesta por el artista para hacer uso de la apropiación y el reciclaje.
De entrada, es necesario decir que estas apropiaciones son resultado de ese “imaginario colectivo” del cual hacen parte Hieronymus Bosch, El Bosco; Michelangelo Merisi da Cara- vaggio; Paul Delvaux; Auguste Rodin y Peter Paul Rubens.
No se trata, como afirmaba antes, de copiar sino de citar y descubrir una cierta “genealogía” del cuerpo rescatado; resulta claro que en todos estos artistas existe una constante, que es la del cuerpo como entidad de contención del espí-ritu, pero siempre mostrándose en el esplendor de su estado físico; podríamos trazar dos ramas dentro de este conjunto: una es plena en la carne y sus atributos, la otra lo es en su psique, es el significante que se explica en su sentido. Así, encontramos que en la obra de Jorge Marín es siempre el ser que se explica en lo que lo contiene, el cuerpo.
El trabajo por series ha sido el sello de su producir: figuras alegóricas y seres fantásticos en una primera instancia; el cuerpo masculino con sus connotaciones eróticas y el cuerpo degradado, agredido por el tiempo y las variantes que de sus combinaciones han surgido. Ante una creación de esta naturaleza es imprescindible intentar describir cómo es que la idea de hombre, género de la figura humana, se concibe en nuestros tiempos.
Básicamente, podríamos pensar que la figura unitaria y total es el referente modernista por excelencia, el hombre delimitado en su momento, con un pensamiento sólido y aún no alterado por sí mismo.
A partir de la segunda guerra mundial, la figura del ser se desmorona ante la barbaridad de la que ha sido capaz de infligir a su propia especie.
Desde la perspectiva de la historia del arte, Nicholas Mirozoeff afirma que “El cuerpo ha sido el tema principal del arte occidental desde el Renacimiento. Al mismo tiempo, el cuerpo ha sido locus y metáfora para entender y explorar el cambio político, en el sentido más amplio, ya sea como cuerpo político en debates sobre la naturaleza de la sexualidad o cómo lo utiliza la sociobiología para explicar la personalidad por herencia (...) el arte occiden- tal ha buscado encontrar un método perfecto para representar al cuerpo humano a manera de superar a la propia fragilidad del cuerpo físico”.
Continuando con esta idea, el autor afirma entonces que “la tensión entre la imperfección del cuerpo mismo y el cuerpo idealizado en la representación es una condición de su propia representación” y nos hace notar que Sigmund Freud argüía que “Todas las fuentes de infelicidad se originan fuera de la esfera del ego, que se convence a sí mismo para diferenciarse y protegerse del exterior. El primer punto de ese exterior y la primera causa de infelicidad, es el cuerpo mismo.”
Hoy en día, el cuerpo se concibe más cómo un espacio que un objeto mismo, es el escenario de la batalla humana así como su síntesis y memoria; por lo tanto, la figura humana recuenta el devenir de la humanidad misma y, el cuerpo es pues, paisaje.
EL EQUILIBRIO Y EL HOMBRE VITRUVIANO
Comentaba que Jorge Marín hace acopio de las imágenes arquetípicas de la historia del arte, apropiándose de éstas y reciclándolas a través de su perspectiva contemporánea.
Tal es el caso del Hombre Universal, que da principio a un amplio conjunto; la referencia a Leonardo da Vinci y su Hombre Vitruviano es inevitable, pero lo más interesante es que en el caso del escultor mexicano, el hombre está contenido por una sucesión de círculos que a su vez, remiten a un sentido de universo, de cosmogonía.
Guardando todas las distancias correspondientes, pues intentar parafrasear a uno de los iconos más significativos de la historia de la humanidad es de por sí un atrevimiento, Marín inserta al hombre en una situación dinámica donde el único equilibrio existente es el interior, pues su posición en el “espacio” nunca observa regla alguna, es tan mutante como sus aspiraciones o estados de ánimo.
Es interesante comparar al hombre de Leonardo que está confinado en una doble representación: de frente, con los brazos extendidos hacia los lados, alcanzando con la cabeza, pies y manos, el cuadrado que lo contiene en perfecta proporción y, en una segunda posición también frontal, pero con todas las extremidades extendidas en diagonales conformando el círculo que le limita.
De la intersección de las dos figuras antagónicas de la geometría, a través del cuerpo humano, Leonardo obtiene la representación misma de la perfección absoluta del hombre. Como podemos ver, ambos, el genio de siempre y el artista de hoy, dejan sus propias lecturas: el equilibrio y la perfección de la edad del humanismo, por una parte, y el vértigo y el caos contemporáneos, por la otra.
La idea de equilibrio que el escultor mexicano manifiesta, está claramente relacionada con el sentido del espectáculo, ya sea el circense —como lo indica el uso de mallas y los torsos expuestos que permiten apreciar al cuerpo prácticamente en desnudez— o el del carnaval, explícitamente manifiesto por la máscara.
Si bien es cierto que toda esta serie de cuerpos masculinos tiende a basarse en la efectividad de sus acrobáticas poses y de sus torneadas proporciones, también lo es que metafóricamente nos habla de someterse a la tentación del riesgo y la bíblica profecía de fallar y caer de este dudoso paraíso en el que vivimos.
EL CUERPO ACABADO
En el discurso donde la piel tiene su propio decir, Jorge Marín establece con una mirada delicada y justa, mientras reconoce en la flacidez los símbolos del erotismo por él tan preciados.
El cuerpo turgente, vital, enérgico da paso al tiempo y resurge en la antítesis del deseo; es el cuerpo agotado que contiene, parece, el último halito de vida.
Pocas veces encontramos este tipo de manifestaciones en el arte contemporáneo mexicano; sin embargo, la referencia al cadáver sí es usual; Marta Pacheco ha manejado con maestría largas series de dibujo “en vivo” —tremenda ironía— de cuerpos agredidos en el momento de la muerte, arrollados por vehículos, abatidos por proyectiles o cercenados en la autopsia;
Teresa Margules y el “desaparecido” —otra ironía— colectivo SEMEFO, por largo tiempo
han realizado intervenciones que van desde el manejo de cenizas provenientes de anónimos cuerpos sacados de la fosa común, en un afán de dignificar lo que la violencia de la gran urbe les ha privado, el derecho a una “morada” final.
No obstante, la mirada de Jorge Marín es otra, es casi aséptica, constata que ese afán de la inmanencia de la belleza sólo puede ser alcanzado en la representación, pero que la vida en su transcurrir se empeña en demostrar que no es más que una ilusión.
Los viejos, los hombres y las mujeres creados por el artista aparecen como punto de equilibrio y reflexión, tal vez casi expiatoria, sobre la celebración de la vida que consume la mayor parte de su creación; pero su postura no conlleva puritana misericordia, es la aceptación de la única verdad absoluta, la de la degradación de la carne.
En estas obras resulta aún más palpable el talento del escultor, que una vez más, recurre a la cita y encuentra en la escultura clásica sus modelos; así podemos ver cómo, sin concesiones, resuelve la anatomía y alcanza el alto registro de la piel vencida.
LOS SERES FANTÁSTICOS
Más allá del simbolismo o la metáfora en la producción de este artista está el objeto físico, el cual es de gran calidad, cosa cada día más rara.
Las fundiciones que componen este capítulo de la producción de Jorge Marín, provienen de otras series previamente realizadas en modelado tradicional, en barro, a partir del modelo vivo y que marcó el inicio de su trayectoria artística.
Contando con los recursos propios del restaurador de obras de arte, esta técnica fue modificándose en función de sus necesidades de producción; así, en poco tiempo, comenzaron a surgir los barros patinados con incrustaciones de materiales extra-escultóricos como pueden ser los ojos de cuentas de vidrio, o la incorporación de objetos con frecuencia de carácter religioso.
La mayor parte de estas obras dieron forma a un conjunto de seres fantásticos que se mezclaban con la figura humana; centauros, quimeras, sirenas y nuevos híbridos aparecieron de entre sus manos despertando una inquietud peculiar en el espectador.
Años atrás, tal vez ya más de diez, escribí un breve texto que titulé —también apropiándomelo— Ojos que dan pánico soñar... en el que resaltaba su peculiar carácter, un tanto surrealista, divertido y perverso.
Al paso del tiempo, los personajes se han distanciado de aquellos primeros infantes regordetes para dar paso a la figura humana alada, masculina y femenina.
Obras como Paternidad y Louvre, son nuevamente referentes del reciclaje de una imagen transformada por la memoria y el acto creativo individual; en la segunda por ejemplo, podemos encontrar cómo se incorporan a una misma escena personajes tan diversos como el San Pablo del Caravaggio al momento de caer del caballo y ser cegado por la luz divina, con otras tan diversas como las provenientes del rapto de las sabinas o el rapto de las hijas de Licipo, de Rubens.
Lo importante es que el conjunto funciona como composición contando su propia historia, un hombre desnudo se sostiene con seguridad en la punta de un obelisco en tanto trae al espacio terrenal a una sensual figura femenina alada, mientras que un tercero —también alado y enmascarado— observa aterrorizado a los pies del humano.
El virtuosismo del artista es patente en el manejo de complejas situaciones de narración múltiple; la organización del grupo se tensiona, aún más, cuando decide desarrollarla sobre un resbaladizo prisma triangular.
La figura como tal, observa las características de realismo y síntesis que definen desde el
inicio de su carrera al artista.
DESNUDEZ Y EROTISMO
Viendo en su conjunto el trabajo, resalta uno de los elementos claves en la producción de Jorge Marín: el erotismo.
Encontramos que la figura masculina es más frecuente que la femenina, la cual aparece por lo general de manera aislada. Pocos son los grupos que el artista produce, pero estos de los que venimos hablando ilustran con claridad lo que Kenneth Clark afirma en su libro The Nude, de l956:
“El deseo de tomar y unirse con otro cuerpo humano es una parte tan fundamental de nuestra naturaleza que nuestro juicio de lo que es conocido como “forma pura” está inevitablemente influenciado por él, y una de las dificultades del desnudo, co- mo tema del arte, es que estos instintos no pueden esconderse, como ocurre, por ejemplo, en nuestro disfrute de una poesía, tomando la forma de sublimación, sino que son arrastrados al primer plano donde arriesgan la unidad de las respuestas de las que una obra de arte adquiere en su vida independiente. Aún así, la carga de contenido erótico que una obra de arte puede contener en su solución es muy alta.”
Esto ocurre en la obra de Jorge Marín, en la que el erotismo es una constante, siempre aparece como contenido a la relación entre los personajes que, a pesar de su desnudez, como afirma Clark, no pierden su forma “pura”, pero resulta indiscutible que existe una energía sexual que los organiza y relaciona y cuyos “instintos” el artista no puede, ni pretende esconder.
En el ejemplo tomado, no acabamos de saber con certeza, cuál es el destino final de la escena, pero lo que sí es claro es que el contenido no procura siquiera acercarse a los límites de lo que podría llamarse pornográfico.
Se trata, por lo general, de obras que respiran sensualidad a través de la piel misma del bronce —o barro, en su momento—, el potencial erótico se cifra en el reconocimiento del espectador de lo que la pieza significa; existe una complicidad entre la observación, la referencia y la fantasía íntima de quien contempla.
Lo que prevalece en la producción del escultor mexicano es el culto a la figura masculina de proporciones clásicas y provocadoras poses.
La posición tomada por el artista es igualmente clara en cuanto a la propia admiración por la anatomía del hombre, en la que el vocabulario formal se sostiene, como sus personajes, en un tenso equilibrio entre el neoplatonismo —con rasgos marcados de admiración, pasión, belleza, éxtasis y la búsqueda de la materialización de lo divino— y lo terrenal, lo concreto y lo mórbido del cuerpo humano, que paradójicamente se representa con frecuencia, alado.
Si bien la iconografía tradicional cae prácticamente fuera del ámbito contemporáneo, resulta imprescindible hacer las asociaciones básicas sobre estos personajes.
ÁNGELES, CUPIDOS Y OTROS MITOS
La primera y más obvia de las asociaciones tendría que hacerse dentro de la más alta jerarquía de la corte celestial —cristiano occidental— con los arcángeles.
Estos personajes han sido tradicionalmente representados con armaduras y vistosos atuendos, que aún cubriendo plenamente el cuerpo rebelan las recias y musculosas formas que ocultan.
Según James Hall, los ángeles son “los mensajeros de los dioses, agentes de lo divino y de
su ejecución en la tierra, se encuentran en las religiones más antiguas del oriente. En el panteón grecolatino, Mercurio era el mensajero de Júpiter (...) actúan como anunciantes (...) protectores de los buenos (...) fustigadores de los que obran mal (...) o pueden ser la personificación mística de Dios mismo (...)”
Muchas de estas actitudes se reconocen en los personajes de Jorge Marín, los cuales parecen divertirse ejercitando sus cuerpos mientras esperan, con frecuencia al acecho, el momento en que sus servicios sean requeridos.
Otra de las asociaciones podría ser la de cupido, en su representación renacentista, aún como el adolescente sensual, antes de transformarse en el infante regordete y travieso tan utilizado por los pintores del barroco y rococó.
Es cierto qué, en todo caso, le faltarían los atributos tradicionales del arco y las flechas, pero el rostro enmascarado, en la versión carnavalesca propia de Marín, también coincide con el artífice de la lujuria y “el pecado”.
Por último, una extraña simbiosis puede ocurrir entre Júpiter y Ganimedes, el dios —en su manifestación de águila— y el adolescente secuestrado, en una sola persona.
Durante el Renacimiento “el joven Miguel Ángel, escribió con frecuencia sobre Ganimedes y otras figuras homo eróticas clásicas en un lenguaje tan líricamente físico como románticamen- te espiritual.”
Ganimedes era un pastor, hijo de Tros, el legendario rey de Troya. Su apabullante belleza hizo que Júpiter se enamorara de él; según Ovidio, el dios se transformó en águila para raptarlo y llevarlo al Olimpo para que se encargara de servirle el vino, hasta que en agradecimiento a su servicio, el dios lo transforma en la constelación de Acuario, “el aguador”, conservándolo entre las estrellas en inmortalidad, siempre bello.
La más de las veces, los personajes de Jorge Marín conllevan este espíritu de juventud permanente, haciéndolos aparecer como figuras casi míticas en las que se exalta la situación “divina” del hombre mismo.
En tiempos donde la televisión, el cine y otros medios resaltan el homosexualismo como condición humana, la obra de este artista repara en el homo erotismo como subversión de género casi imperceptible, pues la belleza de sus personajes apela por igual, inconscientemente, tanto a mujeres como a hombres, sin considerar cuál sea la opción elegida en lo individual.
Como podemos ver, la escultura de Jorge Marín compendia los impulsos vitales del ser humano y su cuerpo, al cual entiende como el paisaje de su propia existencia.
Dr. Agustín Arteaga
Miami, a 14 de octubre de 2003.
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