Sandra Lorenzano
1. Aire
¿Quiénes son estos seres casi etéreos que me hablan desde un espacio que es y no es el mío? ¿Quiénes son estos seres alados, incompletos, enmascarados, que flotan a mi alrededor? ¿De qué antiguo poema se han fugado? ¿De qué sueños? ¿De qué pesadillas sin rostro? ¿De qué rostros en busca de raíces? De pronto es la luna el hogar que crearon. De pronto el mundo todo. Son música del tiempo. El presente y el pasado. Lo que fue y lo que pudo haber sido. Lo que jamás ocurrirá. Restos, huellas, vestigios, ¿de qué universos escondidos?El bronce es aquí a la vez contacto con la tierra y vehículo para el aire. En ese espacio liminar –siempre transitorio, siempre en transformación- surgen las obras de Jorge Marín. Algo hay allí de mágico desafío a la ley de gravedad; de mágico desafío a las fronteras de la creación.Y allí están también las vendas que cubren y muestran al mismo tiempo: la existencia detenida en un pliegue, en ese “instante perfecto” en que el ánima no es sino vida pura, aliento de quién sabe qué dioses. ¿Crueles, tal vez? Ignorantes de la búsqueda eterna de la materia, creen condenarla a la disolución, abriéndoles en cada escultura, en realidad, un camino de transformación.¿Quiénes son estos seres, Jorge, que habitan ya también mi propio cuerpo?
2. Agua
Caronte nos lleva en su barca. El Hades es nuestro destino. Pero Jorge Marín desvía el curso del río hacia la vida y hacia la luz, sus eternas enamoradas. Quizás las gasas que cubren a esas figuras de pie sobre la embarcación estén a punto de caer. No lo sabemos. La inminencia es una de las palabras que surgen al ver las obras: algo está siempre por suceder. Unas alas que iniciarán el vuelo, el jugador maya que lanzará la pelota, un aro que girará por el espacio. Un secreto que se develará. El movimiento queda en el punto exacto.Para Jorge Marín no hay contradicción entre el movimiento de los cuerpos y la supuesta rigidez de la escultura. Se le adivina la mirada entrenada en el amor al arte clásico. Se le adivina la mirada formada en griegos y romanos, en el Renacimiento y su búsqueda siempre fuerte y conmovedora (¿quién no ha llorado ante “Los esclavos” de Miguel Ángel?), en Rodin, sin duda. Pero también en el arte prehispánico y sus huellas en nuestra historia.De todos ellos nace ese conocimiento minucioso del cuerpo humano que Jorge pone a bailar en sus obras. De todos ellos y de la más amorosa contemplación: las venas, los músculos, los gestos, cada detalle lo revela.Utilizo el verbo “revelar” e inmediatamente surge ante las obras su opuesto: ocultar, y los antifaces con los que aparecen muchos de sus rostros. ¿Qué ocultan esos antifaces? ¿De qué carnaval antiguo son testigos? ¿De qué Venecia íntima y dolida? ¿Están escapando? ¿Están guardando un secreto? O tal vez, como pasa aún en algunas las sociedades tradicionales, prefieren que el artista no les “robe el alma” al retratarlos.
Vuelvo a las barcas. Si las alas parecen surgir del aire –nunca a la inversa: no ocupan el aire sino que nacen de él-, las barcas son el homenaje de Marín al agua. El segundo de los elementos que marcan sus creaciones. Con la misma sutileza que los seres en vuelo, las barcas y sus ocasionales pasajeros atraviesan nuestro espacio visual, casi como en un sueño. Por un instante, compartimos el tiempo y el lugar; ellos siguen después su camino quién sabe hacia dónde, quién sabe hacia qué relatos arcaicos. Mezcla de hombres y dioses, miran siempre hacia un más allá que es también búsqueda ancestral. Allí están Fidens y Bernardo, el violinista con Cerbero, el perro que supo de todas las vidas y todas las muertes; allí está Daniela con una enorme bandera que habla de esperanzas y derrotas, que habla de todas las patrias con todas sus guerras.
3. Tierra
Y los caballos. En la zoología personal de Jorge Marín, los caballos, como las alas de pájaro, llevan hacia otros mundos. Hacia la libertad, dicen muchos. Pero no quiero quedarme en lo más obvio. Digo que llevan también hacia las turbulencias de la propia interioridad, tantas veces desbocadas, tantas veces lanzadas al galope sin que podamos detenerlas. A veces son Pegasos o Centauros, tal vez recuerdos de otras vidas. ¿Quién puede apostar a las certezas en un mundo de perpetua incertidumbre? Pero los caballos son también la tierra, el contacto con el humus primigenio, de donde viene la materia toda; incluso el material de nuestros sueños. Es entonces el tercer elemento el que da forma a la mirada del artista. En la tierra tenemos las raíces. También los cuerpos de nuestros muertos. Allí están la patria, la infancia, la familia, que son en última instancia el único soplo verdadero que nos hará volar algún día, o por lo menos desear hacerlo. Y ya sabemos que somos seres de sueños y deseos. Allí están los abrazos que dimos y los que queremos aún recibir. En la tierra está el origen del pan y de los cuentos; el pretexto para las pasiones y las guerras, la morada de los últimos gusanos y las cenizas de la historia. De la tierra venimos y hacia ella vamos. Cuerpos de tierra y de maíz alimentan el deseo.
4. Fuego
Camino por las calles y las figuras de Jorge Marín parecen desplazarse conmigo. A través del aire, a través del agua - ¿barcas que recuerdan el pasado lacustre de nuestra ciudad?-, a través de su presencia mixturada, mezclada, mestiza. ¿No es acaso el bronce, como lo dice Carlos Fuentes, un metal mestizo? ¿No son, somos, los mexicanos la raza de bronce? Altas temperaturas dan nacimiento a esa aleación que acompaña a los seres humanos desde el año tres mil antes de nuestra era. En México es también nuestra entraña, nuestra imagen más secreta, aquella que sólo podemos ver en espejos de obsidiana. El bronce es nuestro fuego purificador.Camino por las calles de esta tierra que antes fuera agua para buscar, como todos, mi propio rostro. Quizás no haya pregunta que con mayor insistencia atraviese nuestra cultura que la pregunta por la identidad. Estamos ávidos de respuestas que nos nombren, que nos sitúen en el espacio y en el tiempo, que nos permitan (re)conocer nuestras raíces y nuestro futuro. Los grandes mitos de nuestra cultura se suman y se transforman en esos seres que son hombres y mujeres, pero también dioses entrañables. Las obras de Marín se hacen eco de nuestra pregunta, en las esquinas, en las plazas, en los camellones, entre los pasos de la gente que se ha apropiado de ellas. Esas obras empiezan a ser entonces parte de una posible respuesta. Cada persona encuentra allí algo que responde a sus propias inquietudes y cuestionamientos. Debajo de los mantos que como mortajas envuelven las figuras que avanzan por un leteo hecho con todos los fragmentos de nuestra historia, estamos nosotros mismos de cuerpo entero, con nuestros sueños y nuestros fracasos. A veces las alas que ellas nos enseñaron a portar son brillantes; otras, tal vez estén un poco maltratadas, pero sostenidas siempre por la fuerza de su dignidad. Estoy convencida de que algo así siente cada uno de quienes se acercan a fotografiarse completando la escena que Marín nos ha regalado. Como aquellos ángeles que escuchaban las voces de la ciudad de Berlín en la maravillosa película de Wim Wenders, “Las alas del deseo”, los personajes creados por el escultor escuchan nuestras historias, y nos ayudan a encontrarnos. Ese momento del encuentro –o tal vez debería decir del re-encuentro, del propio reconocimiento, de la anagnórisis- es el verdadero “instante perfecto”. De lo individual a lo colectivo, de lo personal a lo social, de lo íntimo a lo público, entre el aire, el agua, la tierra y el fuego: éste es el camino por el que nos lleva Jorge Marín.
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