Esculturas de Jorge Marín en su laberinto. Ensayo acerca del arte de crear esculturas heroicas, ensimismadas, melancólicas. Interpretaciones intencionadas y otras reflexiones subjetivas...
Por Pablo J. Rico
Luego de unos días grises y fríos, desangelados más que invernales, aquella mañana la Ciudad de México amaneció soleada, luminosa, incluso febril, con calentura; era un regalo de los dioses, tan derrochadores a veces como ruines e inmisericordes otras. Hacía semanas que Elin Luque quería que conociera a Jorge Marín, viera sus obras, la selección para su próxima exposición en Casa Lamm, que pensara en la posibilidad de escribir sobre ellas e incluir alguna de mis peculiares reflexiones sobre el arte en su catálogo. ¿Por qué no? Disfruto con la compañía de los artistas, “mi gente”, de sus conversaciones nada comunes, da igual si deliciosamente banales o trascendentes, de nuestros comunes intereses: el arte, sus avatares, sus anécdotas y esencialidades, sus grandezas y miserias que compartimos cada uno a nuestro modo. Además mantengo la curiosidad casi intacta por conocer y “reconocer” presuntos desconocidos, sean personas, asuntos o cosas, la ingenuidad de entusiasmarme en apenas una mirada, sobre todo si es una mirada inteligente y sensible, digamos artística. Al fin al cabo soy un enfermo crónico de Arte y mi remedio homeopático radica en envenenarme de arte cada día con dosis “suficientes”, tampoco en exceso; ver, reflexionar, hablar y escribir sobre arte son mis tareas cotidianas, sembrar palabras, proyectos artísticos, algo así como las tareas de un jardinero... Elin por fin nos reunió aquella deslumbrante mañana alrededor de un copioso desayuno de dulces y frutas en Casa Lamm; compartimos el jugo de nuestras propias sonrisas destiladas sin esfuerzo, tan estimulantes como esperanzadas, nos fuimos conociendo, tomando confianza ante la verde mirada de nuestra anfitriona. Qué mejores presagios... Conocí pues a Jorge Marín un día de invierno que desde el principio me supo a primavera.
La casa-estudio de Jorge está apenas a unas manzanas de Casa Lamm, caminamos hacia allí como en volandas, disfrutando de aquel sol amable, despreocupados en nuestras conversaciones recién inauguradas; así llegamos en un santiamén. Es una casa antigua restaurada con mimo, sin arrogancia: amplia y capaz, con muchos y variados espacios y ambientes, acogedora, ordenada, salpicada de detalles a cada paso, un lugar propicio para vivir y para crear, un espacio incomparable para contemplar serenamente las obras de su dueño y autor, una suerte para sus invitados. Por algunos aspectos podría pensarse que se trata de una casa-museo más que una casa-taller. En cada habitación encontramos obras de Jorge instaladas con sensibilidad, cada una en su propia escenografía... Y en todas ellas espejos, una indeterminada red de experiencias especulares, de miradas reflejadas, espejos y más espejos sin solución de continuidad, reproduciéndose exponencialmente con sólo un parpadeo...
Ay, los espejos y las experiencias especulares, uno de mis temas preferidos, pensé para mis adentros... Casualmente mi último texto sobre espejos lo escribí para la reciente exposición de Demián Flores también en Casa Lamm. No es extraño pues que mientras visitaba la casa de Jorge Marín reparara más de lo debido en sus espejos, es decir en las esculturas de Jorge reflejadas en los espejos, aquellas sorprendentes combinaciones de realidades escultóricas e imágenes reflejadas con perspectivas insospechadas. Confieso de antemano que suelo utilizar los espejos no sólo como instrumentos verificadores de la realidad sino sobre todo como prótesis para profundizar simbólicamente en ella, aunque sea a fuerza de metáforas y otras figuras retóricas. ¿Pero qué realidad en este caso? ¿La del arte, sus objetos? ¿La del artista? ¿Qué significa “la realidad del artista”? ¿Su verdad? ¿Cuál es la verdad de un artista?
Lacan y Umberto Eco advierten que para utilizar adecuada y positivamente el espejo, para hacerlo funcionar como prótesis, en primer lugar debemos discernir qué y quién hay frente a nosotros en el espejo sobre el lavabo cada mañana; mientras no lo sepamos con certeza habrá ilusiones y equívocos, errores, falsedades, como le sucedió a Narciso. Esta condición previa de la experiencia especular me obligó a decidir de primeras si lo que veía y quería ver en los espejos de la casa de Jorge Marín eran sólo sus esculturas – –por lo que me serviría de ellos como meros espejos retrovisores, instrumentos caleidoscópicos relativamente útiles para crear simplemente sugestivas secuencias visuales que ensamblar en mi retina–– o si a quien quería ver y conocer era al artista reflejado en sus obras, al hombre-artista trasfigurado en sus creaturas gracias al poder evocador de las imágenes en un espejo simbólico, y no sólo por curiosidad... ––o a lo peor a mí mismo, ahora que pienso mientras escribo, proyectado en mis visiones subjetivas de las obras de Jorge Marín, mis interpretaciones miméticas sobre las intenciones de su autor... Ay, qué problemas me planteo siempre ante el espejo. Deberían abolirlos como proponía Borges, el insigne maestro de la especulación literaria, no sólo a causa de su ceguera...
¿Por qué se le habrá ocurrido a Jorge Marín cubrir de espejos las paredes de sus habitaciones? No creo que por puro narcisismo... Tampoco fue por narcisismo que crearon la ciudad de Valdrada según nos la describe Italo Calvino en sus Ciudades Invisibles: Valdrada fue construida a orillas de un lago y posee la extraña cualidad de reflejar en tal espejo de agua punto por punto su planta, todos sus relieves y elementos arquitectónicos, pero también el interior de sus habitaciones, las perspectivas, los pavimentos y cielos rasos, incluso los actos de sus habitantes son a la vez ese acto y su imagen especular, gracias a la habilidad de sus fundadores o al capricho de quienes iluminaron su construcción. Escribe Calvino que “cuando los amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando cómo ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando los asesinos empujan el cuchillo contra las venas negras del cuello y cuanta más sangre grumosa sale a borbotones, y más hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las imágenes límpidas y frías en el espejo”. Pero aunque pudiera parecer irrefutable, las dos ciudades gemelas no son iguales: “nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico”, ni todo lo que fuera del espejo parece tener sentido resiste cuando se refleja, señala Calvino... Los habitantes de Valdrada imaginan ––es decir se imaginan–– para saberse vivos (reflejados) y descubrir las cosas que van a acontecer junto a aquellas que pudieron ser si el destino y el miedo no hubieran intervenido. Así, en una misma mirada, confirman su cordura al tiempo que restituyen la virtud de haber sido a lo que nunca fue... y ––benditos visionarios–– disfrutan con la experiencia visual de lo deseado todavía intacto. Sólo quienes disfrutan del placer de hacer y deshacer imágenes con tanta naturalidad y llevan en la sangre la astucia particular de confundir ––y confundirse–– lo imaginado con lo realmente existente, pueden celebrar la perversión de mirarse constantemente a los ojos sin amarse, dice Italo Calvino de sus habitantes. ¿Quiénes pudieron crear pues esta Valdrada especular sino los artistas, pienso? ¿Quiénes otros que no posean esa inmensa facultad de la imaginación creativa, ese poder inventar imágenes desde el absoluto vacío de la nada, desde las insondables profundidades del corazón y el espíritu, y mezclarlas así a su capricho? Y si convenimos que una obra de arte refleja tanto el mundo real visto e interpretado por el artista como proyecta su propio mundo inventado por su imaginación, ¿qué no podremos pensar de estos inventores y coleccionistas de espejos y espejismos? ¿Cómo no creerme en casa de Jorge Marín como en Valdrada, inmerso en una teoría arquitectónica de espejos convencionales que incluye a su vez objetos artísticos especulares, sus proyecciones y reflejos, sus diversos mimetismos y nuestras interpretaciones, en una misma mirada? Estas maravillas sólo suceden con las obras de arte en los espacios familiares de sus artífices, en un ambiente especular, de espejos, por supuesto...
Umberto Eco advierte que el hombre que vemos frente a nosotros reflejado en el espejo sobre el lavabo cada mañana no existe, aunque es nuestra imagen. Nos identificamos con la imagen que está frente a nosotros sobre el lavabo cada mañana del mismo modo que confiamos en ella nuestros propios códigos de interpretación del espacio. El espejo refleja exactamente la izquierda y la derecha donde son y están. Somos víctimas de una ilusión cuando creemos que alzando la mano derecha se alza la izquierda en el espejo. El espejo es incapaz de mentir, de traducir, no hace más que reflejar las radiaciones luminosas incidentes. Nos refleja punto por punto y en perfecta simetría nuestra objetividad. Lo que es subjetivo y además falso es creer que la imagen está invertida sólo en cuanto a nuestra izquierda y derecha mientras se mantiene la exactitud del arriba y el abajo. “Nos engañamos nosotros, no el espejo”, afirma Eco; “el espejo es una cosa que usamos bien y pensamos mal”...
Esta consideración del espejo como instrumento de verificación de la realidad estimuló a Umberto Eco a atribuir al espejo nuevos valores, por ejemplo su condición de prótesis, es decir un aparato capaz de extender el radio de acción de un órgano, en este caso la vista. ¿Podemos utilizar estos valores “protéticos” para extender no sólo nuestra vista sino también nuestra sensibilidad artística, profundizar en nuestras interpretaciones? Si consideramos que en la imagen en un espejo distinguimos dos unidades diversas pero contiguas —nosotros mismos y el ambiente en el que nos encontramos—, interconectadas por el tiempo real de nuestra observación, ¿podemos ampliar entonces nuestra percepción artística con sólo reflexionar sobre espejos, entendiendo las obras de creación artística como espejos, nuestra interpretación como especular, en un ambiente estético de espejos? Estoy convencido que es posible, y además necesario. En el mundo fenomenológico a cada unidad le corresponde una identidad. En el espejo se verificaría una especie de identidad dual, la presencia de dos unidades pero una sola identidad, en este caso una identidad estética. A cada una de ellas le podemos aplicar leyes perceptivas generales fuera del espejo, pero para ensamblar su conjunto, para establecer su identidad unificadora, me atrevo a sugerir que la principal función del espejo como prótesis “artística” es la mimesis. Una mimesis “trascendental”, por supuesto, no sólo como imitación convencional del mundo real sino sobre todo como intención ––las intenciones “ocultas” de los creadores de estos objetos que llamamos artísticos–– y como interpretación, la nuestra, bien seamos observadores ingenuos o críticos.
Es curioso que queramos ver siempre más allá de lo que se ve en realidad o cómo las cosas parecen transparentarse a nuestra voluntad cuando en verdad son opacas o como mucho especulares. El espacio pictórico, por ejemplo, no es más que lo que se ve y existe como imagen de un universo de percepciones específicamente ópticas, privilegiadas sobre las demás: es decir un espacio dominado por la luz y sus visiones. Reaccionamos a los estímulos visuales porque tenemos dispositivos ópticos y facultades óptico-visuales. La palabra castellana “óptica” procede del griego “optikós” ––vista–– y se aplica a las cosas relacionadas con la luz, la visión o los aparatos, lentes, etc., destinados a perfeccionar la visión de las cosas, “ver más y mejor”, es decir sus prótesis... De algún modo una pintura, una escultura, actúan de prótesis de nuestras miradas, nos hace r ver más de lo que se ve, más lejos, más profundo, hasta ver lo que no se ve, lo invisible. Resulta sorprendente la contigüidad en los diccionarios de otra palabra que en absoluto tiene que ver semánticamente con “óptica” y sin embargo parece que extendiera su significado esotérico. Me estoy refiriendo al término “optimismo”, que en filosofía sería la atribución al universo de la máxima perfección (como obra que es de un ser infinitamente perfecto). También es una propensión a ver o esperar lo mejor de las cosas... Relacionadas “óptica” y “optimismo” parece como si nos quisieran revelar que “ver y reconocer” cosas obedecen al optimismo del que ve y quiere ver más allá de lo que ve. El espectador pesimista sería el que no ve nada, apenas sombras, estrategias de ocultación, extravagancias... Benditos pues los mirones que también hacen los cuadros y los completan, contemplándolos —como decía Duchamp—, y todos aquellas miradas optimistas que dialogan con los cuadros a su manera e incluso los recrean, es decir los videntes, amateurs o profesionales... Y es que no debemos olvidar que un espejo es una máquina que necesita su operario, un operador de imágenes ––artísticas en el caso que nos ocupa. La imagen del espejo sólo permanece y se actualiza cuando es atendida por un vidente, ni más ni menos...
El poeta simbolista Arthur Rimbaud reclamaba en su tiempo un renacimiento en el arte, un renacer del artista: “Digo que es necesario ser vidente, hacerse vidente. El Poeta se hace vidente a través de una larga, inmensa y razonada, “desrregularización” de los sentidos. Busca en sí mismo todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura, prueba todos los venenos, para no guardar nada más que las quintaesencias. Inefable tortura —para la que se necesita toda la fe, toda fuerza sobrehumana— en donde se convertirá en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito, entre todos... —Y el supremo Sabio ¡Porque ha llegado a lo desconocido!”... Es esa búsqueda artística de lo desconocido la que proclama Baudelaire como núcleo principal de la existencia del arte, del ser y estar en el mundo como artista: “Infierno o Cielo, ¿qué importa / ¡Al fondo de lo Desconocido para encontrar lo nuevo!” ––así termina su poema Le Voyage. El artista se siente el único hombre capaz de alcanzar aquello que todavía no ha sido representado, “lo desconocido”... Ay, esa pulsión de búsqueda en lo imaginario, más allá o al otro lado de la realidad inmediata, desesperadamente contigua, que llevó a Oscar Wilde a argumentar en contra del realismo y el naturalismo estéticos, clamar en favor de la “mentira” en el arte...
En enero de 1889, en la revista londinense The Nineteenth Century, aparecía un diálogo literario firmado por Mr. Oscar Wilde cuyo título era The Decay of Lying. An observation; los personajes principales de este diálogo representan dos jóvenes estetas, Cyril y Vivian conversando amablemente en la biblioteca de una residencia en el campo. En síntesis, los conceptos expuestos en La decadencia de la mentira son una emotiva denuncia de la efectiva rendición del arte, su servilismo, hacia la realidad; la “descualificación” del artista, ya no “artífice” sino simplemente un ejecutor material, mecánico y aséptico, de lo real en pintura, en literatura, etc. Con este diálogo-ensayo filosófico —al estilo de los diálogos platónicos— Oscar Wilde contribuyó significativamente a los postulados esteticistas del “arte por el arte” tan apreciados por la crítica moderna y contemporánea, fundando testimonialmente la corriente estética que defiende la autonomía del arte con respecto a la naturaleza y la realidad, reivindicando su propia genealogía, sus propios territorios de expresión no necesariamente representativos, documentales ni literales.
Oscar Wilde criticaba al realismo por su vana intención de representar únicamente la realidad, lo que para él no tenía ningún mérito y además con el paso del tiempo dejaría de ser verosímil e inteligible. Para el genial autor irlandés el objetivo del arte debe ser la mentira, es decir dar a conocer la belleza de las cosas falsas ––inventadas, de ficción, ideales. Cuando Wilde habla de mentira hay que entender “reelaboración de la realidad”, idealización, ficción, recreación de una nueva realidad artística “inventada”, en muchos aspectos mentiras, construcciones más que descriptivas de la naturaleza y la realidad de los hechos que acontecen. Wilde defiende pues la mentira en el arte: sólo se puede representar la belleza mintiendo y falseando la realidad. Sin mentira no hay arte; la mentira y la poesía son artes... Aún más radical, argumenta que a la larga la vida y la naturaleza imitan al Arte, y no al contrario como se ha entendido tradicionalmente. Con estas premisas Oscar Wilde plantea aspectos de gran interés, por ejemplo la preeminencia de la interpretación sobre el hecho en sí mismo; incluso intuye y adelanta asuntos relativos a la mecánica cuántica, las condiciones de observación de los fenómenos. La realidad no es necesariamente la que creemos ver sino lo que interpretamos de ella o cómo la representamos... ––por lo que adquiere total sentido su reivindicación de la mirada artística, la necesidad de un canon artístico, sobre otras consideraciones meramente naturalistas.
La decadencia de la mentira fue uno de los textos predilectos de Wilde, sin duda uno de los mejores de crítica estética de todos los tiempos. Es un brillante alegato contra el arte realista de su tiempo que mediante el “culto monstruoso de los hechos” pretendía ser el espejo de la vida y se arrogaba capacidad suficiente para representarla con mayor precisión. Para Wilde, sus cultivadores “acaban por escribir novelas tan semejantes a la vida que no hay modo de creer en su verosimilitud”. Por eso el arte nunca debe imitar a la naturaleza pues “el Arte no expresa nunca otra cosa que a sí mismo”... Oscar Wilde creía que cuando el arte renuncia a su medio principal, la imaginación, está abocado a un completo fracaso. Su propuesta fue entonces “intentar la renovación del antiguo Arte de la Mentira” —un deber irrenunciable, ya que la mentira es el modo más elevado y el fin propio de todo arte que se precie, afirmaba categóricamente...
El elogio a la mentira de Oscar Wilde tiene que ver con la reivindicación de la belleza más allá de su realidad natural. Wilde reclama la necesidad de “artistas totales”, completos, que sepan ser también críticos de su propia expresión. Reclama un arte fuera de la moral —es decir amoral, no inmoral—, ocupado en crear estados de ser, de ánimo, existenciales-universales, que no estén mediatizados por la moral ni las costumbres de cada tiempo, sus convencionalismos. Un arte y una estética “amorales” que operen en el sentido de crear la utopía de una sociedad libre de constricciones prácticas, dedicada a la contemplación, al placer. En esta amoralidad, entendida como violación de las reglas, radicaría el progreso no sólo artístico sino también social. Se trataría de una sociedad artística no materialista, sostenida por la alegría, el placer, los valores artísticos de la imaginación y la invención, con tiempo necesario para la reflexión y la propia expresión. Oscar Wilde creía que la vida posee ese impulso incontenible de la expresión artística, el deseo por revelar aquello que todavía el arte ni por supuesto las ciencias habían sabido mostrar hasta el momento. Wilde confiaba a ojos ciegas en la voluntad de autorrealizarse del ser humano a través de la creatividad individual y el espíritu crítico, es decir la invención artística...
Según el esteta irlandés, componer ––poesía, pintura, música–– es mentir, seguir un método, sus códigos, técnicas de composición que son únicamente frutos de la imaginación del artista. Para Wilde–Vivian (su personaje) esto es más decisivo para el arte que no el culto a los “hechos naturales”, los detalles de la naturaleza, conocer o no científicamente sus componentes materiales, su funcionamiento. Una sociedad fatigada de tanta cruda y desnuda realidad no puede seguir viendo sólo las exactas reproducciones de aquello que ya está frente a sus ojos todos los días. Ya basta que el arte siga estando en la prisión del realismo encadenado a la vida, y especialmente a la pobre y tan poco interesante vida humana, exclamaba el provocador Wilde... El Arte debe encontrar su sentido y objeto dentro de sí, no en la realidad exterior ni en esa noción tan ambigua que llamamos “vida”: “El arte encuentra su perfección en sí mismo y no fuera de él. No hay que juzgarlo conforme a criterios externos de semejanza. Es velo más bien que un espejo. Posee flores y pájaros desconocidos en todas las selvas. Crea y destruye mundos y puede arrancar la luna del cielo con un hilo escarlata. Suyas son las "formas más reales que un ser viviente", suyos son los grandes arquetipos de quienes son copias imperfectas las cosas existentes. Para él la naturaleza no tiene leyes ni uniformidad. Puede hacer milagros a voluntad, y los monstruos salen del abismo a su llamada. Puede ordenar al almendro que florezca en invierno y hacer que nieve sobre el campo de trigo en sazón”...
En el prefacio de su única novela ––El Retrato de Dorian Gray (publicada en 1898)—, una excelente crónica de la lucha del bien y el mal y un extraordinario retrato psicológico de un personaje equiparable a las mayores invenciones de Shakespeare, Oscar Wilde nos ofrece su particular credo estético, una afortunada síntesis de su pensamiento sobre el arte, la creación artística, las condiciones existenciales del artista, etc. A pesar del tiempo transcurrido desde entonces y el descreimiento generalizado que nos ha infectado aun sin querer en estos tiempos, sus afirmaciones todavía nos conmueven, las podríamos reafirmar sin duda hoy mismo. Creo que son su mejor monumento, su declaración más memorable:
El artista es creador de belleza.Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza. La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de autobiografía.Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza.Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.No existen libros morales o inmorales.Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.La aversión del siglo por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en el espejo.La aversión del siglo por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la cara en un espejo.La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden probar.El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo. Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.
El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias.Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva. Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.
Todo arte es completamente inútil.
El 30 de noviembre de 1900 Oscar Wilde fallecía en París, en el Hotel d'Alsace —13, rue de Beaux Arts— en donde se alojaba desde hace un tiempo: solo, cargado de deudas, olvidado, desesperado, agotado física y espiritualmente, enfermo incurable... Dicen que murió bebiendo una copa de Champagne. ¡Qué mentiras se dicen de los grandes hombres travistiéndolos de dandies! Qué dignidad morir humano, demasiado humano... ¿No?
Estoy absolutamente seguro que si Oscar Wilde resucitado nos hubiera acompañado a la casa-estudio de Jorge Marín aquel día soleado de invierno-primavera le habría admirado y contado entre los suyos. Incluso se hubiera adelantado a proponerle escribir un texto para su próxima exposición en Casa Lamm. Yo soy más tímido o mejor aún más paciente y prudente, como Baltasar Gracian aconsejaba. Me gusta ver y escuchar en silencio en principio, ensimismarme para luego entusiasmarme y fluir después eufórico y apasionado. Preguntar lo suficiente; responder a medias, hasta cierto punto hermético, para luego derramarme incontinente en mis escritos y literaturas, a veces excesivas. Pero lo hago con sentido e intención, al menos eso intento cuando escribo sobre arte, acerca de las obras de tal o cual artista que por cualquier motivo me interesa interpretar. No me gusta componer historias que no se correspondan en cierto modo especular con los objetos de mis evocaciones ni derrochar palabras que carezcan de intención, confieso. Todo lo que he escrito hasta este punto estaba dedicado a Jorge Marín, a sus obras, aunque apenas le haya nombrado, o ni siquiera me haya referido específica e individualmente a sus esculturas...
Jorge me entregó una lista de las obras a exponer en Casa Lamm agrupadas según ciertas referencias formales: “figuras sobre esferas”, “figuras ecuestres, caballos”, “fracciones”, “balanzas”, “clavadistas”, balsas”, “equilibristas sobre cubos”... y también una lista de sus títulos con algunas significativas evocaciones a su simbolismo: “Ángel Persélidas”, “Ángel arrodillado”, “Garuda”, “Victoria (rota, arrodillada) en balsa”... “Flechador”, “Gimnasta”, “sirena”, “voladores”, “surfista”... Agradezco a Jorge su ayuda al guiarme con estas listas por el rompecabezas de sus personajes- esculturas, pero no pude resistir la tentación de ensayar otras agrupaciones nada más salir de su estudio, seguir otros hilos para mis interpretaciones, los de su iconografía simbólica por ejemplo, sus atributos diferenciales: máscaras, alas, cuerpos desnudos, hombres-mujeres, barcas, caballos, arcos...
Reconozco sentir un gran placer al leer a los clásicos, sobre todo ese tipo de autores y libros con voluntad didáctica, clasificatoria, explicativa, tratados antiguos rebosantes de sabiduría antigua, minados de símbolos elocuentes u otros aparentemente herméticos y oscuros; sí, esos libros y autores que algunos tachan de eruditos, vetustos, irracionales y desde luego absolutamente inadecuados para nuestra vida moderna presuntamente funcionalista y formalmente seudo minimalista... Y entre todos ellos confieso mi predilección por El Tratado de la Pintura de Leonardo da Vinci ––en realidad una recopilación de su discípulo, heredero de sus manuscritos, Francesco Melzi, quien compiló (con algunos notables errores) la ingente masa de escritos y dibujos que sobre la pintura había creado el genial “Maestro” italiano para editar un libro que, como tantas empresas suyas, le sobrevivió desordenado o incompleto; lo mismo que le sucedió a Durero quien no llegó a publicar el suyo también sobre la pintura...
Leonardo da Vinci en su Tratado de la Pintura en realidad está creando una nueva interpretación del sentido del decoro, de la “dignidad” de lo representado y cómo es representado. Señala Leonardo “que los pintores antiguos cuando tenían que pintar un Rey, si éste tenía en su semblante algún defecto, le representaban siempre con la mayor semejanza que podían, mas no ponían la deformidad sino que la enmendaban en lo posible. Esta modestia y decoro se debe observar en un cuadro de historia, descartando o cohonestando todo lo que sepa a obscenidad. Finalmente se ha de poner el mayor cuidado, como ya tengo dicho, en no repetir ni el gesto, ni la actitud de una figura en otra. Y para que los que miren el cuadro estén con la mayor atención, es menester que las figuras inanimadas que contiene parezca que están vivas, expresando los afectos de sus ánimos; pues es la cosa más natural llorar con quien llora, reír con quien ríe, y compadecerse con quien se lamenta, por la fuerza tan grande que tiene para con nosotros la semejanza”.... Para continuar más adelante dogmatizando que “deben, pues, las figuras de un cuadro tener movimientos moderados, agradables y convenientes a lo que se quiere representar; las doncellas con postura modesta y decorosa, y con gallardía y sencillez en sus adornos propios de su edad; su actitud ha de ser mas quieta y tranquila que agitada. Homero, a quien siguió siempre Zeuxis, fue de parecer que las mujeres se habían de pintar siempre con la mayor hermosura; los mancebos con movimientos ligeros y de regocijo, con muestras de ánimo varonil y esforzado; los hombres manifestarán mas firmeza en sus movimientos, su actitud debe ser bella y dispuesta para manejar con soltura los brazos; los ancianos darán señales de lo pesado y tardo de sus cuerpos, la actitud cansada, de modo que además de sostenerse igualmente sobre ambos pies se apoyen con las manos a otra cosa. Finalmente todos los movimientos del cuerpo han de ser conexos con aquellos afectos del ánimo que se quieran representar, guardando siempre la dignidad que debe tener cada figura. También es necesario que los semblantes expresen con la mayor vehemencia las pasiones fuertes del ánimo”...
Estoy seguro que a Jorge Marín le interesan como a mí las ideas y los consejos intemporales de Leonardo. Qué sugestiva esta reflexión de Leonardo para explicar y explicarme por qué los seres humanos se convierten en personajes en un momento dado ––estas esculturas por ejemplo–– y por qué los interpretamos como arquetipos, dotados de un simbolismo trascendente.... Dignidad, decoro, y seguramente también prudencia, reclamaba Leonardo a las representaciones de la Pintura, y por extensión a todo el arte, a los artistas. No olvidemos que “decoro” procede del latín “decere”: convenir, ser debido, estar bien algo a alguien, ser conveniente, ser apropiado, ser honesto... ––de donde se derivan palabras tales como decente, indecente, adecentar, condecorar, digno, además de decoro y decorar. Desde luego no veo mayor dignidad y decoro que en quien es prudente y practica el arte de la prudencia y la paciencia, en el arte por ejemplo, y trabaja humilde en sus cosas sin importarle las modas ni las tendencias hegemónicas, más aún en estos tiempos de postcontemporaneidad tras el colapso definitivo de las “grandes verdades” del arte moderno y postmoderno, sus estrategias diferenciales... Jorge Marín me parece un artista postcontemporáneo, lleva con absoluta dignidad y decoro su soledad y ensimismamiento, los representa sin pudor en sus personajes heroicos, desnudos, apenas disfrazados con máscaras y taparrabos...
Para mí sí hay máscaras hermosas; no sólo son instrumentos paraocultar la fealdad... Kierkegaard decía que la fealdad es una forma de comunicación y ésta nos ayuda a recuperar la realidad de aquí y ahora. La fealdad desnuda habla por sí misma de lo grotesco, lo que hay de ridículo, de simulacro, en lo humano y social... de nuestras historias deliciosas o macabras, mezquinas o sublimes, sutiles o groseras, de nuestras grandes mentiras y pequeñas verdades... No creo que Jorge Marín intente con sus máscaras evocar la realidad ni ocultarla; no creo que le interesen estos ejercicios realistas como tampoco le interesaban a Oscar Wilde. Más bien pienso que podemos interpretar esta escenografía de personajes enmascarados y disfrazados con sus alas como una pura representación de nihilismo, de pérdida de sentido de los valores, como lo definiría Nietzsche: “¿Qué significa nihilismo?: Que los valores supremos han perdido su valor. Falta la meta, falta la respuesta al por qué”... ¿Esta intuición sobre la falta de valores tiene algo que ver con el abandono del camino de la verdad, de la belleza, en el arte actual? La apariencia de la máscara no es lo contrario de la verdad, sino su expresión. Lo que aparece ––la superficie–– tiene una profundidad metafísica en el arte, no es sólo mera apariencia formal. El arte para Nietzsche era una “religión de la apariencia”. El arte no quiere imponer sus constricciones, no quiere “conocer” ni quiere “dirigir”; sólo quiere que las cosas, todas y cada una de ellas, puedan ser... El arte deja de copiar el mundo para convertirse en “modelo para la vida”. El arte es la fuerza antinihilista por excelencia, es la “voluntad de fiesta” que estimula sin cesar a la vida. Frente a la religión que gira en torno a la “devoción”, el arte incita a la “creación”...
¿Qué ocultan las máscaras de las esculturas de Jorge Marín? ¿Qué representan, anuncian, sus personajes heroicos, divinizados? No se me ocurre otra respuesta que la melancolía... Todo el mundo sabe que la palabra “persona” proviene del latín y significaba en origen “máscara teatral”. La mayoría de los personajes de Jorge Marín llevan su máscara o al menos la evocan. Jorge reconoce que es posible que estén tristes o que oculten su tristeza bajo la máscara... No creo que sea tristeza, Jorge, es melancolía...
¿Pero qué melancolía, Jorge? ¿Por los tiempos pasados, por sus verdades y seguridades canónicas, por su belleza ideal? ¿O aquella por la que se preguntaba Aristóteles?: “¿Por qué todos los hombres extraordinarios son melancólicos?”... Los filósofos y escritores de la Grecia Clásica entendían por “melancolía” la condición de aquellas personas que sufrían oscilaciones de ánimo tanto hacia la euforia (o manía) como hacía la depresión; lo que de algún modo Kraepelin llamaría en tiempos modernos “psicosis maníaco depresiva” y más recientemente, casi a finales del siglo XX, se conoce como “enfermedad bipolar”. El psiquiatra alemán Hubertus Tellenbach basó buena parte de su revolucionaria teoría sobre la enfermedad depresiva tanto en las distinciones griegas como en las descripciones que hicieron de sus rasgos de personalidad los creadores melancólicos ––artistas, filósofos, escritores–– y en sus personajes. Para Tellenbach la melancolía consiste en el fracaso de la capacidad de trascender hacia la obra creadora:
“Melancolía es estar dominado por la torturante sensación de no poder liberar (de una suerte de encierro) a la propia capacidad”... Por su parte Kay R. Jamison, en un exhaustivo y reciente estudio sobre el tema, afirma que gran parte de los genios tanto de la literatura como de la pintura y de la música han sido maníaco-depresivos o han sufrido al menos de una depresión mayor. Su estudio se basa en las biografías de estos genios, así como en algunos antecedentes genéticos. Los casos más estudiados por ella son Lord Byron, Robert Schumann, Hermann Melville, Vincent van Gogh y Ernest Hemingway ––a los que habría que añadir, entre otros creadores geniales, a Baudelaire y Rilke, y los filósofos Kierkegaard y Nietzsche. No hay duda que estos personajes de la cultura universal sufrieron de alguna enfermedad mental severa, muy probablemente una enfermedad bipolar, además que casi todos tenían antecedentes hereditarios.
Tellenbech introduce un concepto muy interesante, la palabra alemana “schwermut”, un término que define un estado peculiar de melancolía. Un ejemplo de ello podría ser el filósofo Kierkegaard, quien describe su depresión con estas palabras: “Estoy tan abatido y carente de alegría que no solamente no tengo nada que pueda satisfacer mi alma, sino que ni siquiera puedo imaginar lo que la pudiese saciar”. También Nietzsche utiliza numerosas veces el término alemán “schwermütig” (melancólico), derivado del adjetivo “schewer” que significa pesado. Resulta interesante vincular el tema al llamado “espíritu de la pesadez” que acosa a Zaratustra. El espíritu de la pesadez sería el genio de los valores ajenos, mientras que Zaratustra invita a “soportarse” uno mismo, “amarse a sí mismo”. En alemán para denominar la melancolía también se utiliza el vocablo “melancholie”, así mismo empleado por Nietzsche en numerosos momentos de su obra. Se establece pues una diferencia entre la melancolía —“melancholie”— sin más, como estado pasajero, y “schwermut”, acepción que tiene casi una correspondencia religiosa... En la obra de Baudelaire el “spleen” —“Quand le ciel bas et lourd pèse comme un couvercle”— vino a ocupar un papel central, siendo semejante en muchos aspectos al “schwermut” alemán y nietzscheano: “Spleen” va a ser la desgana vital que afecta al habitante de las grandes urbes, la enfermedad de la modernidad... ¿Es spleen lo que aqueja a tus personajes enmascarados, Jorge?
Siempre que pienso y escribo sobre melancolías estéticas no puedo por menos que pensar en Berlín, una hermosa ciudad privilegiada siempre por el arte y la creación artística, por escritores, filósofos, músicos, actores, artistas visuales, etc. Berlín ha sido y es una ciudad de arte y artistas geniales, es decir, melancólica. Berlín representa para mí en muchos aspectos esas ideas que he ido desgranando acerca de la melancolía, tanto en sus acepciones como “melancholie” y, sobre todo, como “schwermut”... Y no sólo por su condición histórica y actual de refugio de artistas y ciudad propicia para la creación, sino por su concordancia y exacta correspondencia con muchas de las condiciones melancólicas que antes he señalado: ciudad de depresiones y euforias casi sucesivas sin solución de continuidad, ciudad que mira al pasado románticamente para recrearse y buscar el hilo de su esperanza, Ave Fénix que renace de sus cenizas —y al tiempo alegoría de Sísifo—, ciudad de ruinas y vacíos que intenta rellenar con historia, cultura, arte, restauraciones casi arqueológicas, imágenes melancólicas... ciudad indolente y escasamente productiva desde el punto de vista de la tradición industrial alemana, ciudad de grandes parques y paseos melancólicos, ciudad entrañable, mansa, ensimismada...
Resulta curioso cuando menos que al pensar en Berlín, en la melancolía de los personajes enmascarados de Jorge Marín, especialmente los alados, recuerde de inmediato algunas de las secuencias de una de mis películas favoritas: Cielo sobre Berlín ––conocida también en español como Las alas del deseo––, un conmovedor e inquietante film de Win Wenders que dirigió en 1987. Dos ángeles ––Damiel y Cassiel– – contemplan Berlín desde las alturas de su “ángel dorado” ––erróneamente interpretado como “ángel” la figura de Niké que corona la Columna de la Victoria en el Tiergarten berlinés; error semejante al que sufren los mexicanos con su propio Ángel de la Independencia en la Glorieta del Paseo de La Reforma, en realidad una espléndida representación también de la diosa Niké, la Victoria, esculpida por Enrico Alciati. Los ángeles de Wenders son invisibles para los humanos, no se pueden dar a conocer ni cambiar su destino, sólo pueden infundirles ganas de vivir... Cassiel, infeliz por su inmortalidad descarnada, desea convertirse en ser humano, sentir “demasiado humano”, experimentar la vida ––absolutamente convencido tras enamorarse de una trapecista de circo ––Marion–– y conocer el ejemplo de otro ángel ––Peter Falk–– que le había precedido en su decisión de transformación mortal... ¿Son sólo coincidencias, Jorge? ¿La melancolía de tus ángeles deviene de su inmortalidad como personajes artísticos, de su condición representacional como ángeles? ¿Son ángeles o demonios? ¿Demonios al acecho o ángeles compasivos? ¿Son tus ángeles, berlineses o chilangos o expatriados, Jorge?
Claro que no todos los seres alados tienen que ser ángeles o demonios. Las mitologías nos proporcionan numerosos ejemplos de seres alados. Por ejemplo el Garudá hindú al que hace referencia Jorge Marín en algunos de sus títulos, divinidad antropomórfica gigantesca con alas y pico de águila, mensajero de los dioses, la montura de Vishnu, enemigo de las serpientes, también las divinas simbólicas, su depredador más terrible... ¿Como en el caso de tus ángeles, Jorge, este Garudá tiene algo que ver con los simbolismos mexicanos? ¿Es sólo una coincidencia, un espejismo? ¿Y las máscaras con pico de águila o colibrí? ¿Acaso te refieres a Ehécatl, el dios del viento de la mitología azteca, una de las manifestaciones o avatares de Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, de donde deriva su nombre y poderes múltiples como Ehécatl-Quetzalcoatl? ¿Representa algo más, Jorge? ¿Acaso el amor? ––Ehécatle se enamoró de una joven humana, Mayáhuel, y con tal motivo dotó a la humanidad de la virtud de amar para que ella pudiera corresponderle en su pasión... Ay, estos dioses enamoradizos...
En todas las mitologías hay dioses que se enamoran de humanos. Por ejemplo Zeus, el dios padre de los griegos, enamorado y amante compulsivo de las muchachas más hermosas e ingenuas de la humanidad ––Leda, por ejemplo–– y de jóvenes mancebos de excepcional gracia y belleza como el troyano Ganímedes. A estas alturas de nuestra interpretación simbólica nada es casual ni puede calificarse de mera coincidencia. Ganímedes es raptado por Zeus transformado en un águila y llevado al Olimpo para convertirse en su amante y copero de los dioses, lo que todos celebraron fascinados por la belleza del joven ––salvo Hera, la esposa “legítima” de Zeus, tantas veces despechada y traicionada... Ay, qué deliciosas estas historias de dioses a imagen y semejanza de los humanos, sus creadores y “teografos”. ¿Cómo es que a nadie se le ha ocurrido hasta la fecha escribir guiones de telenovelas con semejantes precedentes? Menos mal que hay artistas inteligentes y sensibles como Jorge Marín que nos los recuerdan y evocan con sus creaturas “polisémicas”, ocultas que no escondidas en sus fábulas escultóricas, disfrazadas con apenas una máscara y unas alas de atrezzo. Ah... me olvidaba... ¿Y por qué no Dédalo o su hijo Ícaro, ambos humanos alados aunque con alas artificiales, máquinas de volar? Dédalo, arquitecto del Laberinto de Creta, fabricó unas alas de cera y plumas para sí y su hijo que les permitieran escapar de la prisión a la que les había confinado el rey Minos. El invento de Dédalo se mostró eficaz; padre e hijo pudieron salir de su cárcel y volar hacia su libertad... Pero sucedió una tragedia inesperada: el joven Ícaro, entusiasmado con aquella facultad de volar recién inaugurada, se elevó temerariamente hacia el sol ––lo que su padre le había advertido como peligroso pues el calor derretiría la cera y se desprenderían las plumas... Icaro se abisma sobre el mar desde las alturas de su deseo, la vanidad de su inconsciente soberbia... De algún modo Ícaro, aunque ingenuo, es un precedente del Ángel Caído, ése ángel predilecto de la divinidad que luego se convierte en maldito y según canta Milton en su Paraíso Perdido “por su orgullo cae arrojado del cielo con todas sus huestes de ángeles rebeldes para no volver a él jamás”...
¿A dónde miran tus seres alados, Jorge, tan absortos en su contemplación? ¿Al Empireo, como el Ángel Caído de Milton? ––“Agita en derredor sus miradas y, blasfemo, las fija en el empireo, reflejándose en él el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia funesta y el odio más obstinado”... ¿O son como narcisos alados, enamorados melancólicos? ––En la versión más popular del mito, Narciso se observa a sí mismo en el espejo de agua creyéndose otro, y ve que este otro le observa a su vez, enamorándole. Pero hay otra versión dicen más antigua del mito de la cual escribe Pausanias: Narciso tenía una hermana que murió ahogada en un lago. Era tal el amor que sentía por ella que todas las tardes se acercaba al lago para consolarse con su recuerdo. Un día, gracias a ciertas condiciones reflexivas del espejo de agua, creyó ver a alguien sobre la superficie especular... ¡Era su amada hermana! que parecía querer surgir de las aguas del lago... Narciso habló con ella, incluso parecía que ésta también le contestaba moviendo sus labios aun en silencio... Una de las versiones cuenta que Narciso murió ahogado al arrojarse al lago para intentar liberar a su hermana de aquella prisión lacuestre; otra dice que todas las tardes Narciso volvía al lago a ver si se reproducía el milagro de la aparición de su llorada hermana... Lo que no sabía Narciso es que él y su hermana eran gemelos...
¿Amor fraternal, compasión y empatía, melancolía sentimental, qué nos enseñan los espejos? Yo creo que los espejos de Jorge Marín, sus obras mirándose y contemplándose en los espejos, no lo hacen por simple narcisismo (en su significado más convencional) sino por otros motivos, con otras intenciones. Quizás las versiones rescatadas por Pausanias nos dan la clave, el sentido del presunto ensimismamiento especular... Nuestra percepción del mundo requiere un espectador para autentificarlo y con él todos nuestros significados impregnados de experiencias subjetivas y “vivencias- con-los-demás”... El “otro”, los “otros”, al estar situados en este mismo mundo que yo, al “encarnarlo” como yo, se convierten en mis cómplices, incluso en una extensión de mí mismo, para percibir la complejidad del mundo. Yo, percibiendo, soy un “yo expandido” en los otros, a través de los otros ––esto es ni más ni menos lo que experimentamos en el espejo al sentirnos multiplicados junto a las esculturas de Jorge... A ello se refería el filósofo francés Merleau-Ponty cuando tomando como punto de partida el estudio de la percepción, llega a reconocer que el cuerpo propio es algo más que una cosa, algo más que un objeto a ser estudiado por la ciencia; es también una condición permanente de la existencia... La “percepción” en Merleau-Ponty es algo vivo —más allá de lo puramente fisiológico y sensorial—, por la que el hombre está en relación continua con lo percibido y los otros. El filósofo afirma que la sensibilidad es el producto de una actitud particular de curiosidad u observación, un preguntarme “qué veo exactamente”, interrogándome “en los otros”, en vez de abandonarme a la respuesta única de mis sentidos... Percibiendo, cuestiono también mis sentidos, metamorfoseados en mi ser existencial en cada situación. La “situación” es el engranaje de toda relación humana con el espacio, por lo que debemos entender toda experiencia de mi ser con “el otro” como una acción siempre espacial. En la medida que el espacio se va construyendo así cotidianamente con “el otro”, “mi-ser-en-el-mundo-con-los-otros” se va tramando a partir de “hilos” de percepción tejidos continuamente...
Es lo que he intentado relatando mis experiencias, confesando mis evocaciones, en este largo ensayo sobre las obras de Jorge Marín. El lenguaje por supuesto también es un elemento de trueque por el que percibimos el mundo y lo compartimos, como nuestro propio cuerpo... Jorge habla por medio de sus obras, sus volúmenes e imágenes; yo lo hago con palabras que quieren ser reflejos especulares de ellas... Los lectores reflejan en sus pupilas, en sus espejos convexos, mis palabras y las esculturas de Jorge Marín... Todos nosotros ––el artista, sus creaturas, sus espectadores, yo mismo, su intérprete–– estamos enredados felizmente en esta fiesta del arte. Algo tan decididamente nihilista, aunque parezca paradójico. Compartir el acto de crear sentidos, significaciones, aunque sean subjetivos, difusos, parciales, intuitivos, es un acto de amor al tiempo que de compasión... Deseo y melancolía en equilibrio isostático... El Ave Fénix de la imaginación renace una vez más de las cenizas... Ah, el milagro del arte... ese hacer visible lo hasta ahora invisible... ¿Qué más?
Ciudad de México, enero 2010
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