Luis Rius Caso
La infancia de Jorge Marín transcurre en un ambiente familiar determinado por una dimensión estética. La sensibilidad está a flor de piel en él y en sus nueve hermanos mayores. El padre es una figura de veneración que ha marcado con sus diez hijos un acuerdo tácito: jueguen en su propio mundo y no me interrumpan en el mío.
El padre es un arquitecto que requiere de todo su tiempo para sacar adelante a la numerosa familia. Por las evocaciones de Jorge Marín, me recuerda al padre del poema de Fabio Morábito que da la espalda a los hijos para encarar el mundo. La espalda del padre deviene así: primera puerta que nos da la infancia / primer atisbo de que no todo es pecho.
En Uruapan y, después, en la Ciudad de México los hijos cultivan su propia burbuja: el ámbito que alimentará la creatividad, la magia, la introspección, las fantasías y las utopías personales. Juegan, calcan figuras de libros de arte, dibujan, crean formas con plastilina, conectan los hilos de la sensibilidad que unen el hacer de la mano con los músculos del intelecto y del espíritu, que analizó Henri Focillon en su célebre Elogio de la mano.
La dinámica familiar resulta, finalmente, propicia, y la experiencia de Jorge Marín es por completo opuesta a la de Hanno Buddenbrook, el personaje de Thomas Mann que padece el trágico martirio de un entorno familiar que teme, odia y castiga su sensibilidad extrema.
La burbuja familiar no termina en la infancia: está en su interior y marca su temperamento. También libera su poder en coyunturas y situaciones críticas: al perder un empleo que correspondía con su formación de diseñador gráfico y de restaurador, Jorge empieza a hacer figuras con un montoncito de barro regalado por su hermano Javier. Presa de la desesperación —vivía de su trabajo desde los 22 años— acude con sus figuras a una galería famosa en aquella época, ubicada en la Zona Rosa. Se trata de la Galería Riestra, un hito en los años ochenta. Gracias a un éxito inmediato, Jorge comienza en ese espacio su trayectoria de artista; ahí inicia el recorrido determinante y ahí ocurre el mito fundacional.
Años ochenta. Estamos en la frontera de una modernidad que está colapsando y de una contemporaneidad que se apoya en la globalización, así como en la irrupción de las nuevas tecnologías digitales, la caída del muro de Berlín y de los regímenes socialistas, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el arte que acompaña a todo eso: las propuestas postconceptuales y no tradicionales del arte. Se habla entonces de posmodernidad y del fin de la historia; de la muerte del arte “modernista” y del campo expandido de la escultura y la pintura; de la antiestética, lo sospechoso de la belleza y el shock de lo real. No pocos artistas transitan de la pintura a la instalación e intervenciones in situ, y de la autosuficiencia del objeto físico a las ideas. Todo lo sólido se ha desvanecido en el aire, como apuntó más de un siglo atrás Karl Marx, y se recompone el sistema del arte mundial (global, se dirá con insistencia admonitoria) con viejos agentes que devien en nuevos y resignificados, entre los que destaca el curador.
Es tiempo de estar atentos a las transformaciones y de tomar decisiones. En Jorge Marín resulta determinante el impulso de su éxito inmediato. Se mantiene fiel a un camino en el que lo acompañan su infancia y sus mitologías; su pasión por la bidimensión y, sobre todo, por la escultura. Toma algo de otros artistas, establece diálogos con piezas prehispanizadas de Adolfo Riestra y de otros escultores más, pero se afirma, principalmente, con absoluta convicción y originalidad, en las ficciones de clasicismo posibles.
Desde este (¿neo?)clasicismo, enfrenta un enorme desafío: cómo sostener conceptos que la posmodernidad pugna por derrumbar... La belleza y lo sublime, el cuerpo unitario y clásico, el valor de la fantasía, de las metáforas y los símbolos determinados por el tiempo histórico con el que se rompe.
Jorge Marín confía en esa dimensión estética que, aunque la nieguen por decreto los nuevos Moisés del arte, está ahí, en la vida cotidiana, en los actos, en las elecciones de las pequeñas y las grandes cosas, en la pulsión del deseo y de la muerte. En los cuerpos. En tantos que apreciamos y que podríamos asociar con lo clásico.
Aunque su representación implique el riesgo de no estar en el arte, porque, según dicta la doxa contemporánea, lo que priva ahora es el cuerpo sin órganos, el cuerpo capaz de expandirse más allá de la forma que le permite contener, guardar órganos, para ir más allá del propio cuerpo y de la idea de lo humano, de la idea del mundo y del yo, de los rigores de una visualidad sujeta a una rutina de normalidad tridimensional. En las representaciones contemporáneas, la idealidad del cuerpo se cultiva, físicamente, pero en las representaciones artísticas desaparece para dar lugar a expresiones metafóricas que reflejen la complejidad del mundo.
Pero Jorge Marín tiene sus propias estrategias representacionales y persiste a partir de un devenir estético que acredita a la belleza y, más aún, a lo sublime. Los hermosos cuerpos se complementan con alas o posturas que acentúan la perfección asequible con la danza, con ejercicios de equilibrio y gracia, con el puro arrobo de la forma esculpida. Además, encarnan la belleza de lo impuro, del ser fracturado y vencido.
Esta definición que se niega a aceptar tanto al cuerpo sin órganos como a la estética del shock de lo real o de lo abyecto —a la que pone en escena a fluidos corporales, células muertas, órganos en estado de putrefacción, cadáveres, etc.— implica, en el arte contemporáneo, una aventura icárica. Es un ir en contra de los nuevos códigos establecidos. Las hermosas figuras rotas encarnan la caída derivada de ese desafío que implica también la búsqueda de la perfección, de los límites de lo humano. Las «alas rotas en esquirlas de aire» —que diría el poeta—, los cuerpos partidos dan cuenta de esa persistencia y de esa caída, que se ofrece a nuestro incesante asombro. Expresan al ser humano actual, a las personas que no cesan de creer, soñar, crear, recomenzar, desear.
La respuesta a esta aventura icárica la da el éxito; la enorme aceptación de los públicos diversos, en México y en múltiples foros internacionales, que consumen gustosamente las piezas de Jorge Marín o, más aún, que interactúan con ellas, como sucede con las alas desplegadas. Esta espontánea interacción de los públicos con la obra de arte, esta constante recepción, es otra de las dimensiones que afirman a la propuesta de este artista en una contemporaneidad activa y permanente.
En espera, sosteniendo un orbe o en posición sedente; inserto en el círculo que confirma la perfecta proporción de una figura humana; en cuclillas, señalando y gesticulando; encontrando su mirada con la de alguien más; con el rostro descubierto o protegido por un antifaz; completo o incompleto, el cuerpo constituye el primer capítulo de este magnífico libro. Lo continúan capítulos dedicados al equilibrio, el vuelo y el viaje, todos ellos cruciales en la trayectoria de Jorge Marín.
El equilibrio es uno de los elementos que sitúan a las piezas en el límite de lo posible. Están ahí, dotados de un asombroso virtuosismo, personajes que parecen provenir de la acrobacia, de los deportes de alto rendimiento y de la danza. El vértigo de la caída, del fracaso, amenaza, pero se impone el logro, el triunfo que afirma lo puramente humano que fue un poco más allá de lo que parecía realizable. Triunfo de la aventura icárica, que se conecta, más allá del límite humano, con lo fantástico.
Hombres como pájaros que pueden ir más allá de los límites pero que encarnan entonces el desafío de las metáforas naturalizadas. No importa: el imaginario es contundente y los espectadores no cesan de darle vuelo. Fantasías ancestrales que afloran, metáforas que acaso expresan algo que se antoja alcanzable, como especie, con solo extender los brazos.
El antifaz, la máscara de carnaval que cubre parte del rostro de la mayoría de las esculturas, establece otro límite entre el yo y el que represento. Soy ese que vuela, que realiza el giro virtuoso, que se sostiene en un brazo, que danza solo o con alguien más en el otro extremo. Soy yo o es mi yo representacional (pienso en Mijaíl Bajtín) que me proyecta en una realidad alterna, ficcional, que me prolonga en mis posibilidades de ser.
Con sabiduría, Jorge Marín ha dejado en el espectador la interpretación subjetiva del significado de la máscara en su obra. Por mi parte, no quisiera sobre interpretar; baste decir que encuentro en la máscara un elemento liminal inquietante, entre el yo, su representación y la confusión entre ambos, además de un elemento de misterio que involucra al espectador.
Algo más: las máscaras consiguen una inquietante inexpresividad en sus personajes, la cual incrementa su misterio. Algo similar ocurre con diversos personajes de Francisco Toledo y, sobre todo, en la bi y tridimensión de Alejandro Colunga.
Las alas son el componente fantástico: el complemento que la imaginación creadora del artista encuentra para completar al ser humano. Permiten el vuelo, el ir más allá de la condición misma para superar, todavía más, la magia de la danza, del clavado, de la breve suspensión en el aire.
El vuelo ocurre en nuestra mente porque los hombres como pájaros aparecen casi todos en reposo, presumiendo en diferentes posturas la belleza de sus alas. Uno de los hombres pájaro señala al cielo mientras clava su mirada en un semejante. Indica el cielo pero quiero pensar que algo más: la invitación a una aventura icárica, con todos los riesgos que implica acercarse al topus uranus.
¿Qué son estos hombres como pájaros? ¿Ángeles caídos a la delicia intacta de su peso? (¿recordando a José Gorostiza?, no creo). Tal vez pueden ser muchas cosas y nuevamente los espectadores tenemos la palabra. Las alas no solamente distinguen a las aves y a los ángeles. También las visten seres demoniacos, genios, hadas, espíritus buenos y malos. Son lo que cada uno de nosotros ve en ellos, y son lo que nosotros somos al situarnos bajo las enormes alas abiertas en el espacio público de diversas ciudades, para tomarnos la foto.
El viaje cierra los temas del libro. Lo ocupa un muy amplio imaginario de seres fantásticos, en buena medida híbridos, que están a punto de comenzar algo nuevo. Algunos personajes tienen los ojos vendados, otros se besan, mientras que otros más cabalgan juntos o se impulsan para iniciar el vuelo. Devienen hombres alados, pegasos, centauros. En su amplia combinatoria, tienen en común una característica distintiva del arte figurativo de este artista: ser reconocibles, pero a la vez fantasmales.
Me parece que el instinto o la educación de Jorge Marín asimiló bien las lecciones de la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, basadas en la segunda apariencia de las cosas. Escribió el pintor italiano:
Todo objeto tiene dos aspectos: el aspecto común, que es el que generalmente vemos y que todos ven, y el aspecto fantasmal y metafísico, que solo ven raras personas en momentos de clarividencia y meditación metafísica. Una obra de arte tiene que contar algo que no aparece en su forma visible.
Los hombres vendados de la espléndida barca en El ruido generado por el choque entre los cuerpos —que recuerda a la que se acerca a La isla de los muertos, pintada por Arnold Böcklin—, como el Apollinaire de De Chirico y otros tantos personajes más de Jorge Marín, no necesitan ver para sentir, tener sensaciones y acercarse a la verdad. Acorde con ello, nos muestran algo suyo que no podremos conocer por la vista; su aspecto fantasmal los libera de una sobredeterminación que no dejaría nada a nuestra imaginación.
Al visitar el taller de este escultor, ubicado en la colonia Roma, encuentro figuras en plastilina diseñadas para piezas pequeñas, apropiadas para espacios interiores. Otras muy similares, a una escala mucho mayor, me remiten a espacios urbanos. Recuerdo las palabras del artista en una entrevista en televisión, en la cual explicaba que su interés por exponer su obra en el espacio urbano obedecía a la necesidad de mostrar al amplio público su trabajo, ya que este lo conocía más a partir de falsificaciones. Este impulso del artista vivo más falsificado de México me parece, por sí mismo, una fascinante obra de arte relacional. El público y lo más temible de la picaresca del arte, determinando la obra.
Otra maravillosa obra, no sé si del todo voluntaria, viene a ser esa suerte de instalación que es el taller. En repisas y muebles diversos uno se topa con cabezas y torsos de seres que ya cumplieron su función en la vida de las esculturas. Son objetos de plastilina y resina que viven arrinconados en el olvido. De pequeño y mediano formato, los seres residuales observan a quien entra y lo interrogan sobre lo que sabe del artista. Yo sabía poco sobre su proceso creativo y me lo mostraron, junto con los maestros que lo apoyan en determinados aspectos técnicos. Les agradecí su lección y las piezas me agradecieron la visita: la mirada de quien entra les permite vivir una segunda vida.
Son indicios del fascinante proceso creativo del artista y habitan la burbuja que lo ha acompañado toda la vida. Se quedarán en mi memoria, unas veces apareciendo en las esculturas de su autor, otras veces habitando como fantasmas esa zona de la memoria en que la vigilia se confunde con un sueño que no olvidamos. Son testimonios de un futuro que ya es pasado y aguardan la llegada de otros futuros que se resolverán, como siempre, en la contundencia del bronce.
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